domingo, 8 de febrero de 2015

Exposición de Alberto Giacometti en Madrid

La visión creativa


La obra de Alberto Giacometti (1901-1966), una de las figuras más relevantes de la vanguardia artística del siglo veinte, vuelve de nuevo a Madrid. Se trata, en este caso, de lo que podríamos llamar una exposición “de cámara”, en la que se presentan en torno a cien obras, todas ellas de pequeño formato: dibujos, esculturas, obra gráfica y tres fotografías de carácter documental, procedentes de la Fundación Giacometti, radicada en París. El resultado es excelente, y es que a veces, cuando las cosas se hacen bien, una muestra que se sitúa en “lo pequeño”, tanto por el número de obras como por el formato, puede servir perfectamente para transmitir el horizonte creativo de un artista.

Cabeza sin cráneo (ca. 1958). Bronce, 43,3 x 7,8 x 10,8 cm.

Algo que aquí se refuerza por el magnífico guión en la presentación de las obras trazado por las comisarias, articulado en el concepto del título: El hombre que mira, y que se despliega en seis secciones: “Cabeza”, “Mirada”, “Figuras de medio cuerpo”, “Mujer”, “Pareja” y “Figuras en la lejanía”. Y también por un diseño de montaje cuidadísimo, a cargo de Gabriel Corchero Studio, que favorece una presentación intimista y establece un cauce de proximidad de las piezas con el público.
Es verdad sin embargo, claro, que en El hombre que mira no encontramos eso que suele llamarse “todo” Giacometti. Por un lado, no hay obras de medio ni de gran formato. Y, por otro, excepto dos esculturas, datadas en 1927 y en 1934, y tres dibujos, dos de ellos fechados en 1922-1925 y el otro en 1935, las obras seleccionadas van desde la segunda mitad de los años cuarenta y los cincuenta hasta los años sesenta.

Annette (1962). Dibujo a lápiz, 23 x 20,8 cm. 

El complejo itinerario de este gran artista, de personalidad inestable y torturada, se despliega a través de cambios y de una gran diversidad de registros. Tras una estancia inicial en Italia entre 1920 y 1921, se instala en París donde estudia y trabaja entre 1922 y 1925 con el escultor Antoine Bourdelle (1861-1929). Se produce después, hacia 1930, su encuentro con los surrealistas, un fecundo periodo creativo que termina de forma controvertida en una ruptura con el grupo hacia 1934-1935. A partir de entonces vuelve a trabajar con modelos y se centra en el estudio de su propia percepción, recibe el influjo de una corriente filosófica entonces pujante en Francia: la fenomenología, y el contraste entre las dimensiones materiales y las percibidas, entre lo que percibimos grande siendo pequeño, se convierte en motivo central de su trabajo. Algo más de una década después, a su vuelta a París tras el final de la Segunda Guerra Mundial, se abriría una última etapa que da curso a sus figuras en marcha, a una preocupación central por los cuerpos y sus dimensiones, que es lo que resuena con más intensidad en esta exposición.

Desnudo de pie copiado del natural (1954). Bronce, 54,1 x 14,3 x 20,1 cm.

Existe un documento excepcional, una carta del propio Giacometti dirigida en 1948 al galerista establecido en Nueva York Pierre Matisse, quien en el otoño de 1936 le había comprado su Mujer que camina (1933-1934), y que le pedía una carta-prefacio con vistas a presentar sus obras ante el público americano. Jean-Paul Sartre, con quien Giacometti mantenía entonces un intenso contacto, señaló entonces que en ese escrito el encadenamiento de sus fases creativas fijaba un retrato del artista como “buscador de lo absoluto”. En la carta, en efecto, Giacometti hace un repaso a toda su trayectoria, y señala que en su trabajo se produjo un gran cambio en 1945 a través del dibujo, que le llevó “a querer hacer figuras más grandes, pero entonces, para mi sorpresa, no eran tanto parecidas como largas y delgadas”.
Esas líneas son claves para comprender el giro que experimenta la obra de Giacometti a partir de los años cuarenta, y que constituye el eje que articula esta exposición. El alargamiento de las figuras, el intento de expresar formas dinámicas, el movimiento, tan característico de toda su última etapa, fluye desde un proceso de liberación del dibujo de la mera mirada volcada hacia lo exterior, dirigiéndose en cambio hacia las resonancias interiores de la visión y el juego con las dimensiones y la escala en su proyección en la escultura.

Desnudo de pie I (1964). Litografía, 76,1 x 56,5 cm.

Ahí se sitúa, también, el eje de las secciones de la muestra. En “Cabeza”, los rostros, cabezas alargadas, remitiendo a personas reales, presentan sin embargo, un efecto de extrañamiento, de distancia. En una entrevista de 1962, Giacometti dice: “¿La semejanza? No reconozco a la gente a fuerza de verlos.” En “Mirada”, nos vemos situados ante espejos de la representación, en los que los ojos dibujados, esculpidos o insinuados nos miran fijamente, como si parecieran estar preguntándonos qué y por qué miramos. En “Figuras de medio cuerpo”, hay un juego con la escala entre proximidad y distancia: más que dimensiones reales es la gente que viene y va, figuras que se perciben pequeñas al verlas por la calle y que se tornan borrosas en la proximidad.
En “Mujer”, apreciamos la actitud casi reverencial, hipnótica, ante el cuerpo femenino, convertido en objeto de contemplación. Una actitud intensamente marcada por el erotismo, y en la que Jean Genet encontraba una oscilación entre la figura de la madre o la diosa, y la de la prostituta. En “Pareja”, se nos habla no sólo de la pareja humana, sino de la diversidad de todas las formas posibles de encuentro, como sucede con una simple línea que se mantiene en su desenvolvimiento como trazo continuo. Por último, en “Figuras en la lejanía”, la fragmentación y el alejamiento de los cuerpos y, sobre todo, su intenso adelgazamiento es un intento de volcar en la representación cómo los percibe nuestra mirada desde lejos.

Hombre sentado (1965). Bronce, 59,4 x 19 x 32,10 cm.

Con todo lo dicho hasta ahora, pienso que resulta suficientemente claro el gran interés de esta muestra: en su pequeñez y concisión, es una especie de laboratorio visual que nos permite ir hasta el fondo del proceso creativo de Alberto Giacometti. Y subrayo la importancia del término visual, porque ahí se sitúa la clave de comprensión más importante del trabajo de Giacometti. La suya es una inmersión sin límites, obsesiva, plena, en la interrogación del alcance y los límites de la mirada que modula las formas, de la visión creativa. No es extraño, por ello, que cuando en 1962 le preguntaron si esculpía por los ojos respondiera: “Por los ojos. Únicamente por los ojos.”



* Giacometti: El hombre que mira, comisarias: Catherine Grenier y Mathilde Lecuyer; Fundación Canal, Madrid, hasta el 3 de mayo de 2015. 


PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/), nº 1.173, 7 de febrero de 2015, pp. 18-19.

domingo, 1 de febrero de 2015

Cartas a jóvenes filósofas y filósofos


Hoy, todavía, siempre: filosofía

En 1929, Rainer Maria Rilke, uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo, publicó en forma de libro sus Cartas a un joven poeta. En ese libro, en efecto, se recogen diez cartas, escritas entre 1903 y 1908, y dirigidas a un joven poeta cuyo nombre y eventual obra no consiguieron fijarse en el agudo filtro del curso del tiempo. Sin embargo, esos textos de Rilke no son sólo una de las mejores síntesis de su poética, de su intensa manera de comprender el itinerario poético como un compromiso sin límites con la vida y la humanidad, sino también una de las mejores incitaciones a cualquier joven, a cualquier ser humano que sale de su adolescencia, para asumir un compromiso con una vida creativa, con una voluntad de realización más allá de las meras satisfacciones individuales.
Ese hermoso escrito de Rilke, hoy más que nunca lleno de actualidad e importancia, ante la negación restrictiva que se impone a la juventud en esta sociedad dominada por troikas y poderes financieros agazapados, actúa sin duda como trasfondo de una sugestiva propuesta de una joven editorial. A mediados de 2014, esa editorial: Continta me tienes, publicó un libro en el que se recogían once cartas, diez de diversos creadores y una de una galerista, dirigidas a jóvenes artistas. Y a finales de ese mismo año, que acaba de terminar, aparece un nuevo volumen, en este caso con nueve cartas, dirigidas a jóvenes filósofas y filósofos, sobre el que quiero llamar la atención.


Como dice Jordi Claramonte, uno de los participantes en el mismo, puede resultar curioso elegir el género epistolar en un momento en que “ya casi nadie escribe cartas” (pg. 117). Pero ese “género”, precisamente, permite el establecimiento de un diálogo directo y abierto con un tú plural, fuera de solemnidades y distancias. En un tiempo en el que la esfera digital arrincona más que nunca el despliegue del lógos, en el sentido que ese término tenía en la Grecia clásica: a la vez pensamiento y lenguaje, el fluir del diálogo, la utilización de la carta implica una cierta recuperación del mismo, como palabra que fluye en el tiempo hacia las respuestas de los posibles interlocutores.
Aparte del género o tipo de escritura, ¿qué otros criterios se utilizan en el libro? En la contracubierta se afirma que en él se apunta una concepción de la filosofía “entendida como práctica y pensamiento, pero sobre todo como deseo, un deseo que no busca ser satisfecho sino alimentado por sí mismo.” Términos concretos y precisos que suponen una nueva actualización de lo que, etimológicamente, expresa ya el nombre filosofía: amor al saber.
También es importante otra cosa que se aclara en la preliminar Nota a la edición: “Con el adjetivo de «joven» pretendíamos designar no tanto una franja de edad como un pensamiento no conformado, abierto, y, sobre todo, deseante de ser conmovido.” (pg. 9). Algo que, claramente, se liga con lo anterior, con el amor o deseo de saber que constituye el núcleo de la filosofía, y sobre lo que incide con gran lucidez en su hermoso texto Jean-Luc Nancy,  generalizando la aplicación del término joven en el ámbito de la filosofía: “el filósofo es siempre joven, (…) la filosofía no puede vivir más que en la juventud, como juventud.” (pg. 15).
Debo decir que, a pesar de lo estimulante de su lectura, el resultado me ha parecido algo desigual. Las nueve cartas han sido escritas por Jean-Luc Nancy, Marina Garcés, Marc Richir, Fernando Broncano, Miguel Morey, Iván de los Ríos, Miriam Solá y Lucrecia Masson (en este caso, de forma conjunta, en lo que, como ellas mismas dicen, es más una especie de manifiesto que una carta), Jordi Claramonte y Julián Santos. En un sentido general, predomina en el volumen un “aire” de pensamiento post-estructuralista francés, y en algunos casos uno hubiera deseado un mayor grado de elaboración y consistencia.
Pero, como vengo diciendo, la iniciativa del libro es altamente sugestiva y estimulante. Las cartas son, en todos los casos, una expresión directa de la individualidad de algunos pensadores que, hoy, se buscan a sí mismos, y encauzan su deseo en la búsqueda del conocimiento, del saber. En esa diversidad se proyecta, precisamente, la dimensión plural, que siempre ha caracterizado a la filosofía. El núcleo de un pensamiento abierto que tiene su raíz en el diálogo (Platón) y que, por ello mismo, ha sido siempre la antítesis del dogmatismo y de cualquier variante del pensamiento autoritario, incluso del que se disfraza y disimula. Como, por ejemplo, el que se intenta imponer globalmente en el planeta hoy en día, en la afirmación de la hegemonía sin fisuras del capital financiero que, eso sí, se apoya, además de en los gobiernos sumisos, en la superioridad tecnológica y militar de lo que en su origen se denominó “complejo militar-industrial”, hoy día más sofisticado, potente y activo que nunca.
Frente a esa situación, abrir la mente de los ciudadanos al deseo de saber, a no dejarse llevar por la mera opinión canalizada por otros, es algo éticamente decisivo. Para todos los que buscamos la verdad, y no podemos contentarnos con la mera apariencia que encubre lo que realmente pasa. Como señala Miguel Morey en su magnífico texto, lo que hoy se da es “el vaciamiento de la opinión” y la tergiversación de lo que somos al caracterizar como “sociedad del conocimiento” una situación en realidad definida en términos empresariales, en la que “la información no es igual a conocimiento, sino el resultado de transformar en mercancía aquellas partes del conocimiento que sean convertibles” (pg. 87).
Frente a ello se alza la inutilidad pragmática de la filosofía. El deseo, la voluntad de saber, que no acepta compromisos ni acuerdos con el velo de la ignorancia extendido en el halo de lo espectacular. En definitiva, hoy más que nunca, todavía, siempre: filosofía.


* Cartas a jóvenes filósofas y filósofos; Anne-Françoise Raskin e Idoia Quintana, coordinadoras; Continta me tienes, Madrid, 2014. 148 pgs. 12€