martes, 5 de junio de 2012

Acerca de la obra del gran artista colombiano Nadín Ospina (Bogotá, 1960).

La tierra de los sueños

Si una palabra, una categoría conceptual, define el trabajo de Nadín Ospina, desde el inicio de su trayectoria a comienzos de los años ochenta hasta la actualidad, ésta es sin duda fusión. Como en la música de Miles Davis, quien en su momento nos hizo comprender, sentir, que la experiencia del sonido es tanto más intensa cuanto más gana en complejidad y superposiciones de componentes y estratos diversos. En pluralidad étnica, antropológica. Como artista, Nadín Ospina trabaja y construye en el universo de la imagen: ese espacio de la representación sensible que, como prolongación del cuerpo y el lenguaje, nos constituye como seres humanos, en la medida en que en él nos proyectamos. Para desear. Para negar. Para fijar pautas simbólicas de identidad. Las imágenes marcan el destino de la humanidad, de las distintas culturas y comunidades humanas, desde los registros más remotos y ancestrales de nuestra especie.


En la época de la globalización cultural, Nadín Ospina aborda la imagen desde el plano de la fusión y el mestizaje, de la mezcla y de la apropiación. Desde ese sentido de antropofagia cultural del que habló el brasileño Oswald de Andrade, o desde la voracidad incorporativa del americano, ese hambre por apropiarse de todo, de la que habló el gran cubano José Lezama Lima. Pero, en el caso de Ospina, con algunos rasgos propios, específicos. En primer lugar, por el papel desencadenante que le concede a la memoria. Desde el presente, desde este tiempo global en el que todo aparece dominado por una pantalla electrónica o digital, Nadín Ospina bucea y rastrea en los surcos de la imagen, se remonta al pasado cultural e individual como un arqueólogo de la visión. Así, las imágenes de ahora se funden o fusionan con las imágenes de sustratos culturales remotos o con las de la infancia. Y de ahí un segundo rasgo específico, de gran relieve: lo que la imagen de ahora dice de nosotros remite simultáneamente a algo que ya no existe, a algo que ya no somos, pero que sin embargo está en nuestra interioridad, en nuestra mirada.
La consecuencia es que las obras de Ospina en ningún caso caen en el esquematismo o la simplificación. Todo lo contrario, la fuerte densidad interior que alienta en ellas las lleva a establecer pautas de contacto cognitivo y emotivo con planos muy diversos de la experiencia, con estratos individuales y culturales profundos, lo que constituye en definitiva su gran eficacia comunicativa y su intensa fuerza poética, estética. Con un sentido, además, de reconocimiento de los límites. Nadie es más que nadie, y desde luego el artista no es ningún guardián o depositario de "la verdad absoluta": el corte entre alta y baja cultura, entre cultura de élite y cultura popular, en ningún caso puede ser aceptado por los artistas en esta época de contaminación y fusión, de producción masiva de imágenes. Lo que así se consigue es una línea de subversión, de cuestionamiento e interrogación de los estereotipos y supuestas certezas, que nos enriquece como seres humanos, en la medida en que nos lleva a comprender y a asumir la complejidad de la experiencia. Somos muchas y diversas cosas a la vez, no siempre bien integradas, no siempre en síntesis armónica. Somos vida plural.
En los inicios de su trayectoria, a comienzos de los ochenta, las obras de Nadín Ospina: piezas de intenso color, construidas con pintura acrílica y alambre, proponen una especie de minimalismo cromático que busca, a la vez, sugerir un dinamismo de la imagen, el que propicia toda articulación de las figuras en una serie. El mundo está abierto. Casi de modo inmediato, a partir de 1985, su atención se desplaza a la representación del cuerpo: torsos de cuerpos humanos, esculturas en papel maché y, en continuidad, aparecen también las figuras de animales. Se abre así el espejo de la fusión: animal/humano se van integrando en un mismo plano de representación, que a partir de ese momento y hasta ahora mismo se convierte en uno de los rasgos distintivos de la obra de Nadín Ospina. La prolongación de la imagen humana en la imagen animal es un signo ancestral en los procesos de representación sensible de las comunidades humanas, desde las pinturas rupestres del Paleolítico Superior a las manifestaciones estéticas en soportes plásticos y prácticas ceremoniales en las más diversas tradiciones culturales: Mesopotamia, el antiguo Egipto, o las culturas pre-colombinas de América, por ejemplo. No tiene nada de ingenuo, y tampoco se debe asociar con la magia. Como estableció Claude Lévi-Strauss, hablando del totemismo [1], de la asociación de figuras animales con segmentos familiares o grupos étnicos, la fusión animal/humano es un proceso simbólico de identificación, que permite a los seres humanos identificarse y diferenciarse entre sí, y culturalmente respecto a la naturaleza. Las figuras animales son elementos de un alfabeto visual que nos permite construir una visión, una representación sensible, de quiénes somos, y de qué esperamos de la vida.
Vendrían después, desde los inicios de los noventa, las obras que sintetizan, y contaminan, imágenes arqueológicas y representaciones ceremoniales, de los ámbitos culturales más diversos con figuras y tipos de dibujos animados: de Bart Simpson y los otros miembros de su familia a Mickey Mouse y otros personajes de la factoría Disney. Ya en los 2000, se incorporan a ese repertorio las figuras de Tintin y los otros personajes que lo acompañan en sus peripecias, así como otras del manga japonés. Con ello, Nadín Ospina nos permite apreciar la forma más sutil de violencia de la representación: la capacidad de apropiación y superposición de los acervos y tradiciones culturales por parte de los núcleos de poder de la imagen y la comunicación en esta era de cultura global. La imagen "Disney", o todas las formas actuales de dibujos animados con su esquematismo y eficacia comunicativa, contaminan y se funden con los universos rituales y religiosos de la imagen, llevando incluso estos a un único código de representación. Mickey Mouse se superpone en una urna ceremonial pre-colombina, y él mismo o Goofy se transforman en las figuras escultóricas de los Chac Mool, características de las culturas mesoamericanas, particularmente entre los maya, asociadas siempre originalmente a altares y prácticas ceremoniales.
Uno de los logros de mayor intensidad en esa línea es para mí la instalación Príncipe de las flores (2001), que con su ambiente de cámara oscura y una escultura de piedra tallada con los atributos del ratón Mickey sobre un pedestal/altar, rodeada de pinturas de plantas de las que en tiempos actuales se derivan drogas, muestra de manera ejemplar los procesos de continuidad, transformación y subversión de las imágenes. Lo en otro tiempo sagrado se convierte se convierte en próximo y cotidiano, e incluso en signo de tráfico y violencia. Príncipe de las flores es, además, una escenografía del museo contaminado, un registro subversivo de la imposibilidad de sustraerse al dominio del espectáculo en nuestra era de la imagen masiva. Tanto en la forma de presentación, como en el propio cuerpo de la imagen, todo se impregna del espíritu del parque temático de diversión de masas. También el museo, e incluso el que parecía menos contaminable por su temática, el museo arqueológico.
Frente a la tópica y etnocentrista asociación de América Latina, y particularmente de Colombia, con el exotismo y la violencia, las piezas que integran la serie Colombialand (2004-2006), construidas con componentes de juguetes lego crítica e irónicamente subvertidos, muestran con una gran intensidad de síntesis plástica cómo las ideas simplistas y deformantes lo contaminan todo, incluso lo pretendidamente más inocente: el universo de los juguetes, en el que, desde niños, se genera y forma una concepción del mundo. Se trata, en definitiva de desmontar los tópicos, los estereotipos, que se difunden a través de las imágenes masivas: las del diseño en sus diversos registros (también el de los juguetes), la publicidad y los medios de comunicación de masas, que con su esquematismo y eficacia comunicativa se convierten en filtro y barrera de nuestra visión. Lo que así se desvela es una violencia implícita, una auténtica violencia de la representación, que se ejerce sobre todos los seres humanos del planeta en esta era de la imagen global. Un tipo de violencia que se ejerce por los núcleos de poder de la imagen y la comunicación, mediante la apropiación y la manipulación de las imágenes formadoras de sentido en los acervos y tradiciones culturales de las distintas comunidades humanas.
En 2007, Nadín Ospina da comienzo a una nueva serie de trabajos que, con el título Oniria, culminarán en la muestra del mismo nombre presentada en este año de 2012 en Bogotá, en el Museo de Artes Visuales de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. El montaje integra esculturas de bronce pintadas monocromáticamente con los colores vivos de las figuritas de goma de los juegos infantiles, todo ello acompañado de imágenes de vídeo y de música. Obviamente, Oniria nos conduce de forma simultánea al universo del sueño y al mundo de la infancia, a las ensoñaciones infantiles que siempre han estado presentes a lo largo de la trayectoria de Ospina.
Este último punto: las ensoñaciones infantiles, que une en un mismo trazado las figuras de los dibujos animados, los juguetes lego y las figuritas de goma, transfiriendo así la experiencia infantil del juego al universo del arte, replantea en la era de la imagen global lo que ya Friedrich Schiller formuló en sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad (1794-1795). Señala en ellas Schiller la existencia de un impulso formal en los seres humanos que se manifestaría, de niños, en el juego. Y que tendría luego su prolongación en el arte. El desarrollo de ese impulso formal como educación estética sería, para Schiller, una pre-condición necesaria para el advenimiento de una sociedad moral. En otros términos, la estética es un paso imprescindible para poder llegar a la ética. O, llevando el argumento al mundo de hoy, la educación en la imagen: la distinción entre imagen banal, repetitiva, estereotipada, e imagen densa, singular, inquisitiva, entre imagen como apariencia e imagen como verdad, es un paso fundamental en la búsqueda de libertad y emancipación de los seres humanos en esta era de la imagen global, masiva. Lo que Nadín Ospina plantea con su trabajo artístico tiene así una relevancia crucial no sólo desde el punto de vista de la construcción plástica, sino a la vez también desde un punto de vista ético y político. En lugar de tantas fórmulas esquemáticas y vacías que uno encuentra en el llamado arte de tendencia, las obras de Nadín Ospina establecen un compromiso profundo con lo que más densamente nos constituye como seres humanos en el universo de la imagen: el juego, las prácticas ceremoniales, el arte.
Por lo demás, Oniria es una palabra inventada, un juego más de Nadín Ospina, en este caso en el terreno mental y lingüístico de la representación. En español, sí existe el adjetivo onírico, -a, derivado de la palabra griega ὄνειρος, que significa tanto sueño, como fantasía. Lo que Ospina llama Oniria podríamos así caracterizarlo como la tierra de los sueños, ese universo alternativo de la fantasía común al juego y al arte, en el que se cifran nuestros deseos de plenitud.
Ese universo onírico había hecho ya su aparición explícita en la obra de Ospina en 1991, en una pieza: Los soñadores, constituida por sesenta cabezas humanas azules, sesenta autorretratos escultóricos. Una temática que se prolonga luego en El sueño de Acteón (1992), instalación de cuatro cabezas escultóricas de ciervo, también de color azul, que remite al mito clásico de Diana y Acteón narrado por Ovidio en sus Metamorfosis, y visitado incisivamente en la época contemporánea por Pierre Klossowski, entre otros. Una especie de prolongación de esta última pieza es Delirio (1992), columna de cabezas humanas culminada con una cabeza de ciervo, todas ellas azules. Insisto en la asociación del color azul con el sueño porque encontramos aquí una relevante coincidencia, en el sueño de la imagen, entre la obra de Nadín Ospina y una obra central de Joan Miró, Este es el color de mis sueños [Ceci est la couleur de mes rêves] (1925), en la que precisamente el azul se identifica como el color de los sueños.

Joan Miró: Este es el color de mis sueños [Ceci est la couleur de mes rêves] (1925).
Ó. s. l., 96,5 x 129,5. The Metropolitan Museum of Art, NY.

En una entrevista reciente [realizada por Elizabeth Jiménez, ELESPECTADOR.COM, 16 de mayo de 2012], con motivo de su exposición en Bogotá, Nadín Ospina indica: “En la obra las piezas dialogan, en su encuentro fortuito. Hay un extrañamiento, un choque, un caos. Es un sentido aleatorio, lúdico, no hay un orden, no hay nada previsto. Es más cercano al surrealismo, por el encuentro entre cosas disímiles y por su carácter irreflexivo y acrítico”. Esa cercanía al surrealismo, que ubicaba en los sueños la otra mitad de nuestra vida, le da un aliento especial a esta tierra de los sueños de Nadín Ospina, en la que vivimos mientras dormimos y cuando soñamos despiertos, una tierra que nos lleva a eso que siempre quisimos ser, desde niños, pero que aún no conseguimos alcanzar. Aunque la imagen esté ante nuestros ojos. Dibujándose, trazándose, con los mismos colores vivos, radiantes, con los que la veíamos cuando éramos niños. Así somos: materia onírica, sueños aún por realizar. Como escribió William Shakespeare, en La Tempestad, poniendo en los labios de Próspero estas palabras, estos versos:
"(…) Estamos hechos
de la misma materia que los sueños, y nuestra corta vida
es una pausa entre dos noches."

"(…) We are such stuff
As dreams are made on; and our little life
Is rounded with a sleep."
William Shakespeare: La tempestad [The Tempest], IV, 1.


Ver Nadín Ospina: Bitácora de un Libro:



[1] Claude Lévi-Strauss: Le Totémisme aujourd'hui; P.U.F., Paris, 1962. Tr. esp. de Francisco González Aramburo: El totemismo en la actualidad; F.C.E., México, 1965.

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