lunes, 25 de julio de 2011

Juego de máscaras (sobre Claude Cahun)

Inmateriales
Juego de máscaras


En París, el Jeu de Paume presenta hasta el 25 de septiembre una magnífica exposición de Claude Cahun (1894-1954), que posteriormente viajará a La Virreina, en Barcelona, y al Art Institute, en Chicago. Olvidada durante décadas, la reivindicación de Claude Cahun, se ha ido haciendo cada vez más intensa desde su recuperación inicial en la segunda mitad de los años ochenta. Aunque ella misma se consideraba surrealista y mantuvo una importante relación con André Breton y otros miembros del grupo, seguramente el hecho de ser mujer contribuyó no poco a que quedara en una situación marginal dentro de un movimiento impulsado por dominantes personalidades masculinas, que exaltaban a la mujer como objeto ideal del deseo, o como compañera, pero no tanto como sujeto o protagonista.
Los comisarios de la exposición: Juan Vicente Aliaga y François Leperlier, este último una de las personas que con sus investigaciones y escritos más han aportado al reconocimiento actual de Cahun, han realizado un espléndido trabajo que permite una aproximación integral a su obra. Fotógrafa, pero también escritora, Lucy Schwob, sobrina del gran Marcel Schwob, el autor de Vidas imaginarias (1896), adoptó hacia 1917 el pseudónimo de Claude Cahun. Un nombre que en francés puede designar tanto a un varón como a una mujer, y que por ello expresa bastante bien el signo de sus propuestas. Como ella misma escribió: “¿Masculino? ¿Femenino? Depende de los casos. El único género que siempre me conviene es neutro.”

Claude Cahun: Autorretrato (1929).
Gelatina de plata, 14 x 9 cm.
Musée d'Art Moderne de la Ville de Paris.

Las fotografías de Claude Cahun, en blanco y negro, y habitualmente en pequeño formato, implican en todos los casos una escenificación, una especie de juego teatral. Tanto en sus sugestivos autorretratos, en los que la representación de la identidad oscila entre lo femenino y lo masculino, o se disemina en el desdoblamiento, como en sus fotografías de objetos, de elementos naturales, o de pequeños y extraños muñecos, en los que en todos los casos predomina lo insólito. Justamente en ese juego radica el gran interés de su trabajo: en lugar de utilizar la fotografía, según es habitual, como una vía de confirmación de lo que llamamos “realidad”, Cahun lo hace para cuestionarla, para subvertirla. Sus puntos de apoyo, estamos en el marco del surrealismo, son la imaginación, el sueño. “¿Qué desmentidos”, se pregunta, “aporta el sueño a la mentirosa realidad?”
Se desvelan así, a través de su obra, dos aspectos de gran importancia. Por un lado, lo que llamamos “realidad” es el resultado de un proceso de construcción simbólica, cultural. Pero, por otro, la fotografía misma no es nunca neutral, plenamente objetiva, sino que ella misma entraña siempre un corte, una selección de la mirada, una elaboración de la imagen y la representación. No cabe duda de que Claude Cahun anticipa no pocos planteamientos posteriores de la fotografía como dramatización, de Cindy Sherman a Thomas Ruff, por ejemplo.


Claude Cahun: Autorretrato (hacia 1929).
Gelatina de plata, 24 x 19 cm.
Collection Neuflize Vie.

Si importante es su trabajo fotográfico, no lo es menos su escritura. Sobre todo, el libro absolutamente distinto, inclasificable: Confesiones mal avenidas, que publica en 1930, ilustrado con diez fotomontajes realizados por ella misma y por Moore, pseudónimo de quien fue su compañera, Suzanne Malherbe. Integrado por textos autobiográficos, distorsionados por claves y referencias imaginarias, poemas y relatos de sueños, Confesiones mal avenidas es también una puesta en escena, en este caso textual, en la que Claude Cahun invoca una y otra vez las figuras del Andrógino o de Narciso. En el libro se puede rastrear lo que busca y persigue, una idea de la realización personal como desdoblamiento, como proyección del yo en el otro. “¿Puede morir marchitado”, escribe, “ese Narciso en quien el amor de sí se realiza en un egoísmo de dos, de varios, de todos, en la orgía universal?”

Lúcida hasta el límite, Claude Cahun nos conduce, a través de sus fotografías y de su escritura, a la percepción de los estratos superpuestos, la proyección y el desdoblamiento, que integran el yo, la identidad. Una dimensión que, en el espacio del arte, había abierto también, antes que ella, Marcel Duchamp con su desdoblamiento femenino como Rrose Sélavy. Lo que llamamos yo brota del espejo de las aguas de la vida, es siempre un juego de máscaras.

PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/),  nº 1007, 23 de julio de 2011, p. 26.

jueves, 14 de julio de 2011

Cara a cara (sobre Face Contact, exposición en PhotoEspaña 2011)

Inmateriales
Cara a cara


Distintas exposiciones entre las programadas han atraído mi atención, de un modo especial Face Contact, una de las comisariadas por el propio Gerardo Mosquera, cuyo título como él mismo indica deriva de la expresión inglesa Eye Contact, contacto visual entre dos personas que se miran a los ojos. En España, yo hubiera preferido como título una expresión equivalente en nuestra lengua: cara a cara, o frente a frente, por ejemplo. Se trata de una muestra excelente, en la que Mosquera traza un mapa visual de las inquietudes, problemas, violencias y deseos del mundo actual, utilizando el retrato como soporte.
Antes de convertirse en la manifestación más inmediata de la fotografía cuando ésta se inventó, el retrato presenta una remotísima antigüedad en la escultura, la acuñación de monedas y la pintura. Su elemento fundamental es la representación de la cara, del rostro del retratado. En "La máscara y la cara", un magnífico texto teórico publicado en 1972, Ernst Gombrich indica que el buen retrato implica aprehender lo esencial y separarlo de lo accidental en la representación del retratado. Pero, además, se trata de alcanzar una interacción entre la forma y la expresión visibles, para conseguir así superar el carácter inevitablemente estático de todo retrato. Esa interacción, conseguida en el más alto grado, por ejemplo, en uno de los retratos más relevantes de toda la historia de nuestra cultura: el del Papa Inocencio X, por Velázquez, implica lo que Gombrich llama "la contrapartida del observador". El mejor retrato es el que deja abierto un margen a quien mira, que de este modo proyecta vida y expresión en la imagen estática, añadiendo a partir de la propia experiencia lo que falta en ella. La imagen se torna dinámica, el retratado parece estar vivo, presente ante nuestros ojos.

Cristina Lucas: La Autárquica, de la serie "El Viejo Orden" (2004).
C-Print siliconada bajo metacrilato, 110 x 140 cm.
Cortesía: Colección Juana de Aizpuru.


La interacción es doble: la que quien hace el retrato busca entre forma y expresión y la que el retrato, una vez terminado, establece con quienes lo miran. Por eso, todo retrato va mucho más allá de la mera representación de un individuo concreto. Como señala con lucidez Gerardo Mosquera, en el catálogo de Face Contact, "el rostro no sólo resume una identidad: es también una máquina de comunicar". Los retratos transmiten siempre un contexto: histórico, social, cultural. En la muestra, en las figuras con armas de Ananké Asseff, las damas en interiores de Marta Soul, las mujeres con signos de violencia en sus rostros de Libia Posada,  o las escenificaciones de la condición femenina de Cristina Lucas, vemos no sólo a las personas individuales, de carne y hueso, sino los signos de diversas situaciones con las que nos enfrentamos a través de los retratos.

Liliana Porter: Ojitos azules (2002).
Cibachrome, 84 x 57 cm.
Cortesía: Hosfelt Gallery, New York / San Francisco.

En último término, en virtud de esa dinámica de interacción, todo retrato es así hasta cierto punto un autorretrato. El único caso que me ha parecido discutible en la selección de Mosquera son las fotos de fresas de Hans-Peter Feldmann. Aun teniendo en cuenta un posible juego alusivo, quizás más intensamente operativo en la cultura cubana: recuérdese la película Fresa y chocolate, aceptar esas fotografías como "retratos" supone perder la especificidad de este tipo de representación. Hay algo de nosotros, de nuestra condición, de nuestra experiencia, que retorna a nuestra mirada a través del retrato. Por eso el retrato exige siempre un rostro. Eso es lo que nos dan algunas de las piezas más intensas de la muestra. El yo puesto en letras que va alcanzando más definición en las serigrafías de Remy Zaugg, o los espejos de Luis Camnitzer y Mona Hatoum, nos hablan directamente de la inclusión del que mira en la obra. Como igualmente, a través de toda una serie de mecanismos de proyección, las fotografías de muñequitos de Liliana Porter: ellos, también, somos nosotros. El retrato es un espejo.



PUBLICADO EN: ABC Cultural (http://www.abc.es/),  nº 1005, 9 de julio de 2011, p. 30.





jueves, 7 de julio de 2011

Evanescencia (sobre Francis Naranjo)

à Texto publicado en el catálogo de la exposición francis naranjo SMILE, comisariada por Juan-Ramón Barbancho. Fundación Municipal Ayuntamiento de Gijón, Centro de Cultura Antiguo Instituto, 9 de junio - 17 de julio de 2011.


EVANESCENCIA

Es el nuestro un mundo poblado, sobrecargado incluso, de luces que, sin embargo no nos dejan ver. Ahí se sitúa la inquietante paradoja que atraviesa como una constante toda la trayectoria creativa de Francis Naranjo. No ver y ser visto. Controlado, expuesto, conducido. Sabemos que el exceso de luz ciega. Como ha escrito Yves Bonnefoy (1987, 22), "por desgracia, cuanto más claro se ve, con más dureza se padecen los efectos del punto ciego". Y eso es lo que nos pasa: vivimos envueltos en un exceso de luz, de sonidos, de palabras, de estímulos que actúan sobre nosotros como instrumentos de control.


Cada vez estamos más condicionados, casi configurados, por una red tecnológica, ahora con soporte digital, que organiza y distribuye el conjunto de las relaciones sociales. Michel Foucault fue quien primero habló del paso de las "sociedades disciplinarias", con su técnica principal: el encierro (no sólo en el hospital y la prisión, sino también en la escuela, la fábrica y el cuartel), a las "sociedades de control", que funcionan ya no por el encuadramiento espacial de los individuos, por el encierro, sino por un control continuo, diseminado, que se ejerce a través de flujos instantáneos de comunicación.
Partiendo de esa distinción, Gilles Deleuze (1990, 237) indica que se puede establecer una correspondencia entre los distintos tipos de sociedad y los diferentes tipos de máquina: "las máquinas simples o dinámicas para las sociedades de soberanía [identificables con las sociedades pre-modernas, pre-industriales], las máquinas energéticas para las disciplinas, las cibernéticas y los ordenadores para las sociedades de control". Aunque, a la vez, puntualiza que "las máquinas no explican nada, es preciso analizar las disposiciones colectivas, de las que las máquinas no son más que una parte."
La posición de Deleuze explicita un planteamiento que aparecía ya en Mil Mesetas, su obra de 1980, escrita en colaboración con Félix Guattari: la necesidad de oponer lo que allí llamaban "máquinas de guerra" al sistema de dominación. Estas máquinas de guerra, puntualiza Deleuze (1990, 233) "no se definirían en absoluto por la guerra, sino por una manera de ocupar, de llenar el espacio-tiempo: los movimientos revolucionarios (…), pero también los movimientos artísticos son máquinas de guerra de ese tipo."

Francis Naranjo, Nos vemos esta noche

No encuentro noción más apropiada para caracterizar las obras, las instalaciones, de Francis Naranjo, que esta de máquinas de guerra: propuestas elaboradas con un alto grado de sofisticación tecnológica, que buscan la máxima perfección en su acabado, pero cuya intención central es desvelar la inserción en nuestras vidas de la inaprehensible tecnología de control. Darle la vuelta a la tecnología utilizando sus propios procedimientos y su mismo lenguaje. Hacer ver lo que no vemos, pero que por ello mismo actúa sobre nosotros con más eficacia. La colaboración con el poeta Dionisio Cañas y con el compositor José Manuel López López, la introducción de la palabra y la música en las obras, intensifica el carácter multimedia, la proliferación expresiva, da respuesta en el terreno del arte a la pluralidad de canales que desarrolla y emplea la tecnología de control.
Francis Naranjo, Nos vemos esta noche, detalle de la instalación.

El instrumental quirúrgico, las cortinas o las cucarachas-robot nos hablan de la pretendida asepsia a la que se quiere someter al conjunto de las relaciones humanas. Por medio de ellas,  Francis Naranjo plantea un itinerario de reconocimiento de nuestra indefensión ante los ojos del control electrónico y de las derivas hospitalarias de un tipo de sociedades, las nuestras, en las que los criterios de visualización y de sentido permanecen celosamente ocultos. Guardados por poderes que no se dejan ver.  Pero la visión nos hace humanos, a través de ella llegamos al conocimiento y entramos en relación con los otros y con el mundo. Por eso, Naranjo reclama su función, su fuerza, la de una visión que no es esa ceguera inducida por el exceso de luz de la tecnología de control, sino una visión que, desde la interioridad, desde la comprensión de la situación en que vivimos, se dirige al reconocimiento del otro. Un "otro" que en su caso es también, siempre, el que mira, el espectador, al que busca convertir en cómplice, en quien intenta despertar su participación activa, abrir un cauce de reflexión a partir de lo que las obras proponen.
  "Si no ves la profundidad / es que no sabes mirar", leemos en uno de los paneles del "poema instalativo" Les Saisons (Las Estaciones). Algo que subraya la importancia que tiene en las propuestas de Francis Naranjo esa tarea de liberación de la mirada, concebida como un proceso de emancipación sensible, conceptual y ético. Y que remite igualmente, como es obvio, a saber oír, a despertar el destello del reconocimiento de la palabra del otro, negada en el demasiado habitual infierno de las relaciones de pareja. Y que se resuelve, también, en una risa de impotencia ante la petición de socorro, de ayuda, que no sabemos cómo atender.
Se trata de dar una respuesta "fría", de oponer una evanescencia, una desaparición del gesto pretendidamente inmediato, para abrir la vía, desde el arte, a un rechazo reflexivo, mental y corporal, del sistema de dominio, también él no manifiesto, evanescente, que nos controla y somete. Como afirma Deleuze (1990, 235), "el arte es lo que resiste: resiste a la muerte, a la servidumbre, a la infamia, a la vergüenza." Las obras, las instalaciones, de Francis Naranjo son, en ese sentido, tanto máquinas de guerra como espacios de resistencia, en las que, con lucidez, el trabajo artístico se desplaza a criterios de sentido y significación distintos a los del pasado. Tienen en cuenta el paso de un sistema de dominación que actuaba acuñando moldes, de carácter estático, a otro, el de hoy en día, que opera a través de una modulación intensa y constantemente dinámica: "Los encierros son moldes, vaciados distintos, pero los controles son una modulación, como un vaciado auto-deformante que cambiaría continuamente, de un instante a otro, o como un tamiz cuyas mallas cambiarían de un punto a otro." (Deleuze, 1990, 242). Se trata de ir más allá de la luz cegadora. Más allá de la ignorancia. Y, desde luego, más allá de la autocomplacencia cínica, satisfecha con los residuos de beneficio y de poder que así obtiene. Se trata de resistir. De llamar a la resistencia.
Cuando comprendemos, en nuestros labios alumbra una sonrisa contenida. Melancólica. Cuando, dolorosamente, asimilamos que no hay salida, al menos de forma inmediata. Que el mundo está, definitivamente, mal hecho. Que el dolor es irreprimible. Y el sistema de control no es tan torpe como para negarlo, simplemente lo oculta, lo desvanece. Nos queda la respuesta desencadenada, emotiva, de la risa trágica, que reconoce el carácter inevitable del sufrimiento. O mejor, de nuevo, desde la resistencia "fría", a la altura de los tiempos, la sonrisa melancólica. La misma, aunque Cervantes no lo dice, que debió esbozar Don Quijote después de ser vencido por el Caballero de la Blanca Luna, el otro yo del Bachiller Sansón Carrasco, y comprender que sus correrías de caballero andante, es decir: su posibilidad de acabar con la injusticia, habían llegado a su fin. Eso indica, en todo caso, que Don Quijote decidiera entonces hacerse pastor. De la novela de caballerías a la novela pastoril.

Francis Naranjo, Two Friends

Reír. Tal vez sonreír. Nunca llorar. Sonreír asumiendo en el reconocimiento melancólico de que las cosas no pueden ser cambiadas, el aguijón persistente, que sigue vivo, activo, de nuestro deseo irreprimible. Nuestro mundo no está aquí. El sueño de un mundo mejor sigue brillando en el destello melancólico de nuestra mirada. En nuestra risa ante lo absurdo que cerca y cercena la vida. Risa trágica. O, tal vez, sonrisa. Abierta a sí misma, al eco de la melancolía.

Referencias
- Yves Bonnefoy: (1987): Rue Traversière et autres récits en rêve; Éditions Mercure de France, Paris. Tr. esp. de Julián Mateo Ballorca: Relatos en sueños; cuatro.ediciones, Valladolid, 2009.
- Gilles Deleuze (1990): Pourparlers; Les Éditions de Minuit, Paris.