viernes, 7 de enero de 2011

Monet: un espejo

Monet: un espejo
José Jiménez
La visita a la gran exposición Claude Monet (1840-1926), en el Grand Palais de París, ha sido para mí un formidable regalo para terminar el año. La exposición es magnífica, reúne 175 obras en una síntesis verdaderamente completa que permite apreciar en toda su variedad la riqueza y densidad estética de uno de los más grandes pintores de la vida moderna. Hay, además, algunos cuadros excelentes pero no demasiado conocidos, lo que permite aventurarse en el conocimiento de nuevos matices y registros. Si uno se acerca a la Orangerie, para ver los paneles de gran formato con los nenúfares, y también al Museo Marmottan, que muestra estos días todos sus fondos de Monet, entre ellos el emblemático Impresión, sol naciente (1872), el recorrido por la obra es prácticamente completo.
Queda Giverny, el jardín de los sueños y las aguas tranquilas, con la casa de Monet, que he visitado ya en no pocas ocasiones, aunque no ahora, en invierno. En la exposición del Gran Palais he encontrado una pintura maravillosa, que no conocía, que representa precisamente Giverny cubierto de nieve. Las gamas y transparencias de los blancos superpuestos sobre las imágenes de la tierra, las casas, los árboles y el cielo, nos dan algo que la imagen electrónica no alcanza a transmitir. La pintura nos da el pulso, el latido de la naturaleza, comunicando a nuestro entendimiento y a nuestros sentidos la experiencia del ir y venir de las estaciones y, a la vez, el destello del tiempo retenido en la imagen. Todas las reproducciones del cuadro son incompletas, insuficientes. 

Claude Monet: Efecto de nieve en Giverny (1893)
Óleo sobre lienzo, 65 x 92 cm. Mrs. Frederick M. Stafford Collcction, Nueva Orleáns.

      La obra de Monet tiene un registro amplísimo: desde luego, la representación de la naturaleza: la tierra, el cielo, las aguas, en sus más diversas modulaciones. Pero, también, y en contraposición a los ritmos recurrentes de la naturaleza, el pulso acelerado de la vida moderna, con el trasiego de calles y parques o la presencia de la tecnología. Monet fue uno de los primeros en introducirla en la pintura, representando ferrocarriles y estaciones. Las naturalezas muertas, las figuras humanas, o los edificios en el contraste con el paso del tiempo que altera su luz y presencia (la Catedral de Ruán, el Parlamento en Londres, o las imágenes de Venecia) centran también su atención e interés.
      Podría decirse que Monet es un poeta de la visión. No mira a través de las cosas, su mirada se detiene en ellas, intenta atrapar todo lo que fuera de nosotros nos habla de nuestra interioridad y nos permite así comprender nuestra posición en el seno de la naturaleza y de la sociedad. En unas manifestaciones,  datadas en 1900, en las que traza su itinerario artístico, Monet afirma que "la verdad, la vida, la naturaleza" provocan en él la emoción y constituyen "la razón de ser única del arte" (Mon Histoire; L'Échoppe, París, 1998).
      Esa búsqueda apasionada de la verdad, en la vida y en la naturaleza, es lo que hace que la obra de Monet sea mucho más que un simple registro físico, retiniano. Monet construye en la pintura un espejo en el que mirarnos, rescatando en la imagen retenida la experiencia múltiple de momentos y situaciones de plenitud que no volverán. Por eso sus obras nos hablan de la fragilidad y caducidad de todo lo viviente. Irremediablemente, el tiempo pasa.

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